LA REBELION DE LAS MASAS de José Ortega y Gasset
Hace ya más de setenta años de la publicación de La rebelión de las masas , la obra española más difundida en nuestro tiempo y la más conocida del filósofo español José Ortega y Gasset. La obra se comenzó a publicar en forma de artículos en 1929 en el diario El Sol y apareció en forma de libro en 1930.

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La Rebelion de las Masas
    El Señor de Bembibre
      Como ganar amigos e influir sobre las personas.
        El PRINCIPIO de Peter.
          El vendedor mas grande del mundo.
            LA CAJA
              La culpa es de la vaca.
                La Ley de MURPHY
                  CARTAS de un empresario a su hijo.
                    ¿Quien se ha llevado mi queso?.
                      EL PRINCIPE de Nicolas Maquiavelo.
                        El ARTE de la guerra
                          Don QUIJOTE de la Mancha.
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                          100 PROPUESTAS PARA DEFENDER Y FORTALECER LA DEMOCRACIA.

                          s2t2 -2-2 ¿Quien manda en el mundo?

                          La pura verdad es que en el mundo pasa en todo instante y, por lo tanto, ahora, infinidad de cosas. La pretensión de decir qué es lo que ahora pasa en el mundo ha de entenderse, pues, como ironizándose a sí misma. Mas por lo mismo que es imposible conocer directamente la plenitud de lo real, no tenemos más remedio que construir arbitrariamente una realidad, suponer que las cosas son de una cierta manera. Esto nos proporciona un esquema, es decir, un concepto o enrejado de conceptos. Con él, como al través de una cuadrícula, miramos luego la efectiva realidad, y entonces, sólo entonces, conseguimos una visión aproximada de ella. En esto consiste el método científico. Más aún: en esto consiste todo uso del intelecto. Cuando al ver llegar a nuestro amigo por la vereda del jardín decimos: «Este es Pedro», cometemos deliberadamente, irónicamente, un error. Porque Pedro significa para nosotros un esquemático repertorio de modos de comportarse física y moralmente -lo que llamamos «carácter»-, y la pura verdad es que nuestro amigo Pedro no se parece, a ratos, en casi nada a la idea «nuestro amigo Pedro».

                          Todo concepto, el más vulgar como el más técnico, va montado en la ironía de sí mismo, en los dientecillos de una sonrisa alciónica, como el geométrico diamante va montado en la dentadura de oro de su engarce. Él dice muy seriamente: «Esta cosa es A, y esta otra cosa es B.» Pero es la suya la seriedad de un pince-sans-rire, Es la seriedad inestable de quien se ha tragado una carcajada y si no aprieta bien los labios la vomita. Él sabe muy bien que ni esta cosa es A, así a rajatabla, ni la otra es B, así, sin reservas. Lo que el concepto piensa en rigor es un poco otra cosa que lo que dice, y en esta duplicidad consiste la ironía. Lo que verdaderamente piensa es esto: yo sé que, hablando con todo rigor, esta cosa no es A, ni aquélla B; pero, admitiendo que son A y B, yo me entiendo conmigo mismo para los efectos de mi comportamiento vital frente a una y otra cosa.

                          Esta teoría del conocimiento de la razón hubiera irritado a un griego. Porque el griego creyó haber descubierto en la razón, en el concepto, la realidad misma. Nosotros, en cambio, creemos que la razón, el concepto, es un instrumento doméstico del hombre, que éste necesita y usa para aclarar su propia situación en medio de la infinita y archiproblemática realidad que es su vida. Vida es lucha con las cosas para sostenerse entre ellas. Los conceptos son el plan estratégico que nos formamos para responder a su ataque. Por eso, si se escruta bien la entraña última de cualquier concepto, se halla que no nos dice nada de la cosa misma, sino que resume lo que un hombre puede hacer con esa cosa o padecer de ella. Esta opinión taxativa, según la cual el contenido de todo concepto es siempre vital, es siempre acción posible, o padecimiento posible de un hombre, no ha sido hasta ahora, que yo sepa, sustentada por nadie; pero es, a mi juicio, el término indefectible del proceso filosófico que se inicia con Kant. Por eso, si revisamos a su luz todo el pasado de la filosofía hasta Kant, nos parecerá que en el fondo todos los filósofos han dicho lo mismo. Ahora bien: todo el descubrimiento filosófico no es más que un descubrimiento y un traer a la superficie lo que estaba en el fondo.

                          Pero semejante introito es desmesurado para lo que voy a decir, tan ajeno a problemas filosóficos. Yo iba a decir, sencillamente, que lo que ahora pasa en el mundo -se entiende el histórico- es exclusivamente esto: durante tres siglos Europa ha mandado en el mundo, y ahora Europa no está segura de mandar ni de seguir mandando. Reducir a fórmula tan simple la infinitud de cosas que integran la realidad histórica actual, es, sin duda, y en el mejor caso, una exageración, y yo necesitaba por eso recordar que pensar es, quiérase o no, exagerar. Quien prefiera no exagerar tiene que callarse; más aún: tiene que paralizar su intelecto y ver la manera de idiotizarse.

                          Creo, en efecto, que es aquello lo que verdaderamente está pasando en el mundo, y que todo lo demás es consecuencia, condición, síntoma o anécdota de eso.

                          Yo no he dicho que Europa haya dejado de mandar, sino estrictamente que en estos años Europa siente graves dudas sobre si manda o no, sobre si mañana mandará. A esto corresponde en los demás pueblos de la tierra un estado de espíritu congruente: dudar de si ahora son mandados por alguien. Tampoco están seguros de ello.

                          Se ha hablado mucho en estos años de la decadencia de Europa. Yo suplico fervorosamente que no se siga cometiendo la ingenuidad de pensar en Spengler simplemente porque se hable de decadencia de Europa o de Occidente. Antes de que su libro apareciera, todo el mundo hablaba de ello, y el éxito de su libro se debió, como es notorio, a que tal sospecha o preocupación preexistía en todas las cabezas, con los sentidos y por las razones más heterogéneas.

                          Se ha hablado tanto de la decadencia europea, que muchos han llegado a darla por un hecho. No que crean en serio y con evidencia en él, sino que se han habituado a darlo por cierto, aunque no recuerdan sinceramente haberse convencido resueltamente de ello en ninguna fecha determinada. El reciente libro de Waldo Frank, Redescubrimiento de América, se apoya íntegramente en el supuesto de que Europa agoniza. No obstante, Frank ni analiza ni discute, ni se hace cuestión de tan enorme hecho, que le va a servir de formidable premisa. Sin más averiguación, parte de él como de algo inconcuso. Y esa ingenuidad en el punto de partida me basta para pensar que Frank no está convencido de la decadencia de Europa; lejos de eso, ni siquiera se ha planteado tal cuestión. La toma como un tranvía. Los lugares comunes son los tranvías del transporte intelectual.

                          Y como él, lo hacen muchas gentes. Sobre todo, lo hacen los pueblos, los pueblos enteros.

                          Es un paisaje de ejemplar puerilidad el que ahora ofrece el mundo. En la escuela, cuando alguien notifica que el maestro se ha ido, la turba parvular se encabrita e indisciplina. Cada cual siente la delicia de evadirse a la presión que la presencia del maestro imponía, de arrojar los yugos de las normas, de echar los pies por alto, de sentirse dueño del propio destino. Pero como quitada la norma que fijaba las ocupaciones y las tareas, la turba parvular no tiene un quehacer propio, una ocupación formal, una tarea con sentido, continuidad y trayectoria, resulta que no puede ejecutar más que una cosa: la cabriola.

                          Es deplorable el frívolo espectáculo que los pueblos menores ofrecen. En vista de que, según se dice, Europa decae y, por lo tanto, deja de mandar, cada nación y nacioncita brinca, gesticula, se pone cabeza abajo o se engalla y estira dándose aires de persona mayor que rige sus propios destinos. De aquí el vibriónico panorama de «nacionalismos» que se nos ofrece por todas partes.

                          En los capítulos anteriores he intentado filiar un nuevo tipo de hombre que hoy predomina en el mundo: le he llamado hombre-masa, y he hecho notar que su principal característica consiste en que, sintiéndose vulgar, proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él. Era natural que si ese modo de ser predomina dentro de cada pueblo, el fenómeno se produzca también cuando miramos el conjunto de las naciones. También hay, relativamente, pueblos-masa resueltos a rebelarse contra los grandes pueblos creadores, minoría de estirpes humanas, que han organizado la historia. Es verdaderamente cómico contemplar cómo esta o la otra republiquita, desde su perdido rincón, se pone sobre la punta de sus pies e increpa a Europa y declara su cesantía en la historia universal.

                          ¿Qué resulta? Europa había creado un sistema de normas cuya eficacia y fertilidad han demostrado los siglos. Esas normas no son, ni mucho menos, las mejores posibles. Pero son, sin duda, definitivas mientras no existan o se columbren otras. Para superarlas es inexcusable parir otras. Ahora los pueblos-masa han resuelto dar por caducado aquel sistema de normas que es la civilización europea, pero como son incapaces de crear otro, no saben qué hacer, y para llenar el tiempo se entregan a la cabriola.

                          Esta es la primera consecuencia que sobreviene cuando en el mundo deja de mandar alguien: que los demás, al rebelarse, se quedan sin tarea, sin programa de vida.