LA REBELION DE LAS MASAS de José Ortega y Gasset
Hace ya más de setenta años de la publicación de La rebelión de las masas , la obra española más difundida en nuestro tiempo y la más conocida del filósofo español José Ortega y Gasset. La obra se comenzó a publicar en forma de artículos en 1929 en el diario El Sol y apareció en forma de libro en 1930.

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La Rebelion de las Masas
    El Señor de Bembibre
      Como ganar amigos e influir sobre las personas.
        El PRINCIPIO de Peter.
          El vendedor mas grande del mundo.
            LA CAJA
              La culpa es de la vaca.
                La Ley de MURPHY
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                    ¿Quien se ha llevado mi queso?.
                      EL PRINCIPE de Nicolas Maquiavelo.
                        El ARTE de la guerra
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                          100 PROPUESTAS PARA DEFENDER Y FORTALECER LA DEMOCRACIA.

                          s2t2 -2-5 ¿Quien manda en el mundo ?

                          Conviene que ahora retrocedamos al punto de partida de estos artículos: al hecho, tan curioso, de que en el mundo se hable estos años tanto sobre la decadencia de Europa. Ya es sorprendente el detalle de que esta decadencia no haya sido notada primeramente por los extraños, sino que el descubrimiento de ella se deba a los europeos mismos. Cuando nadie, fuera del viejo continente, pensaba en ello, ocurrió a algunos hombres de Alemania, de Inglaterra, de Francia, esta sugestiva idea: ¿No será que empezamos a decaer? La idea ha tenido buena prensa, y hoy todo el mundo habla de la decadencia europea como de una realidad inconcusa.

                          Pero detened al que la enuncia con un leve gesto y preguntadle en qué fenómenos concretes y evidentes funda su diagnóstico. Al punto lo veréis hacer vagos ademanes y practicar esa agitación de brazos hacia la rotundidad del universo que es característica de todo náufrago. No sabe, en efecto, a qué agarrarse. La única cosa que sin grandes precisiones aparece cuando se quiere definir la actual decadencia europea es el conjunto de dificultades económicas que encuentra hoy delante de cada una de las naciones europeas. Pero cuando se va a precisar un poco el carácter de esas dificultades, se advierte que ninguna de ellas afecta seriamente al poder de creación de riqueza y que el viejo continente ha pasado por crisis mucho más graves en este orden.

                          ¿Es que por ventura el alemán o el inglés no se sienten hoy capaces de producir más y mejor que nunca? En modo alguno, e importa mucho filiar el estado de espíritu de ese alemán o de ese inglés en esta dimensión de lo económico. Pues lo curioso es precisamente que la depresión indiscutible de sus ánimos no proviene de que se sientan poco capaces, sino, al contrario, de que, sintiéndose con más potencialidad que nunca, tropiezan con ciertas barreras fatales que les impiden realizar lo que muy bien podrían. Esas fronteras fatales de la economía actual alemana, inglesa, francesa, son las fronteras políticas de los Estados respectivos. La dificultad auténtica no radica, pues, en este o en el otro problema económico que esté planteado, sino en que la forma de vida pública en que habían de moverse las capacidades económicas es incongruente con el tamaño de éstas. A mi juicio, la sensación de menoscabo, de impotencia, que abruma innegablemente estos años a la vitalidad europea, se nutre de esa desproporción entre el tamaño de la potencialidad europea actual y el formato de la organización política en que tiene que actuar. El arranque para resolver las graves cuestiones urgentes es tan vigoroso como cuando más lo haya sido; pero tropieza al punto con las reducidas jaulas en que está alojado, con las pequeñas naciones en que hasta ahora vivía organizada Europa. El pesimismo, el desánimo que hoy pesa sobre el alma continental, se parece mucho al del ave de ala larga que al batir sus grandes remeras se hiere contra los hierros del jaulón.

                          La prueba de ello es que la combinación se repite en todos los demás órdenes, cuyos factores son en apariencia tan distintos de lo económico. Por ejemplo, en la vida intelectual. Todo buen intelectual de Alemania, Inglaterra o Francia se siente hoy ahogado en los límites de su nación, siente su nacionalidad como una limitación absoluta. El profesor alemán se da ya clara cuenta de que es absurdo el estilo de producción a que le obliga su público inmediato de profesores alemanes, y echa de menos la superior libertad de expresión que gozan el escritor francés y el ensayista británico. Viceversa, el hombre de letras parisiense comienza a comprender que está agotada la tradición del mandarinismo literario, de verbal formalismo, a que le condena su oriundez francesa, y preferiría, conservando las mejores calidades de esa tradición, integrarla con algunas virtudes del profesor alemán.

                          En el orden de la política interior pasa lo mismo. No se ha analizado aún a fondo la extrañísima cuestión de por qué anda tan en agonía la vida política de todas las grandes naciones. Se dice que las instituciones democráticas han caído en desprestigio. Pero esto es justamente lo que convendría explicar. Porque es una desprestigio extraño. Se habla mal del Parlamento en todas partes; pero no se ve que en ninguna de las naciones que cuentan se intente su sustitución, ni siquiera que existan perfiles utópicos de otras formas de Estado que, al menos idealmente, parezcan preferibles. No hay, pues, que creer mucho en la autenticidad de este aparente desprestigio. No son las instituciones, en cuanto instrumento de vida pública, las que marchan mal en Europa, sino las tareas en que emplearlas. Faltan programas de tamaño congruente con las dimensiones efectivas que la vida ha llegado a tener dentro de cada individuo europeo.

                          Hay aquí un error de óptica que conviene corregir de una vez, porque da grima escuchar las inepcias que a toda hora se dicen, por ejemplo, a propósito del Parlamento. Existe toda una serie de objeciones válidas al modo de conducirse los Parlamentos tradicionales; pero si se toman una a una, se ve que ninguna de ellas permite la conclusión de que deba suprimirse el Parlamento, sino, al contrario, todas llevan por vía directa y evidente a la necesidad de reformarlo. Ahora bien: lo mejor que humanamente puede decirse de algo es que necesita ser reformado, porque ello implica que es imprescindible y que es capaz de nueva vida. El automóvil actual ha salido de las objeciones que se pusieron al automóvil de 1910. Mas la desestima vulgar en que ha caído el Parlamento no precede de esas objeciones. Se dice, por ejemplo, que no es eficaz. Nosotros debemos preguntar entonces: ¿Para qué no es eficaz? Porque la eficacia es la virtud que un utensilio tiene para producir una finalidad. En este caso la finalidad sería la solución de los problemas públicos en cada nación. Por eso exigimos de quien proclama la ineficacia de los Parlamentos, que posea él una idea clara de cuál es la solución de los problemas públicos actuales. Porque si no, si en ningún país está hoy claro, ni aun teóricamente, en qué consiste lo que hay que hacer, no tiene sentido acusar de ineficacia a los instrumentos institucionales. Más valía recordar que jamás institución alguna ha creado en la historia Estados más formidable, más eficientes que los Estados parlamentarios del siglo XIX. El hecho es tan indiscutible, que olvidarlo demuestra franca estupidez. No se confunde, pues, la posibilidad y la urgencia de reformar profundamente las asambleas legislativas, para hacerlas «aún más» eficaces, con declarar su inutilidad.

                          El desprestigio de los Parlamentos no tiene nada que ver con sus notorios defectos. Precede de otra causa, ajena por completo a ellos en cuanto utensilios políticos. Precede de que el europeo no sabe en qué emplearlos, de que no estima las finalidades de la vida pública tradicional; en suma, de que no siente ilusión por los Estados nacionales en que está inscrito y prisionero. Si se mira con un poco de cuidado ese famoso desprestigio, lo que se ve es que el ciudadano, en la mayor parte de los países, no siente respeto por su Estado. Sería inútil sustituir el detalle de sus instituciones, porque lo irrespetable no son éstas, sino el Estado mismo, que se ha quedado chico.

                          Por vez primera, al tropezar el europeo en sus proyectos económicos, políticos, intelectuales, con los límites de su nación, siente que aquéllos -es decir, sus posibilidades de vida, su estilo vital- son inconmensurables en el tamaño del cuerpo colectivo en que está encerrado. Y entonces ha descubierto que ser inglés, alemán o francés es ser provinciano. Se ha encontrado, pues, con que es «menos» que antes, porque antes el francés, el inglés y el alemán creían, cada cual por sí, que eran el universo. Este es, me parece, el auténtico origen de esa impresión de decadencia que aqueja al europeo. Por lo tanto, un origen puramente íntimo y paradójico, ya que la presunción de haber menguado nace, precisamente, de que ha crecido su capacidad, y tropieza con una organización antigua, dentro de la cual ya no cabe.

                          Para dar a lo dicho un sostén plástico que lo aclare, tómese cualquier actividad concreta; por ejemplo: la fabricación de automóviles. El automóvil es invento puramente europeo. Sin embargo, hoy es superior la fabricación norteamericana de este artefacto. Consecuencia: el automóvil europeo está en decadencia. Y sin embargo, el fabricante europeo -industrial o técnico- de automóviles sabe muy bien que la superioridad del producto norteamericano no precede de ninguna virtud específica gozada por el hombre de ultramar, sino sencillamente de que la fábrica americana puede ofrecer su producto sin traba alguna a ciento veinte millones de hombres. Imagínese que una fábrica europea viese ante sí un área mercantil formada por todos los Estados europeos, y sus colonias y protectorados. Nadie duda de que ese automóvil previsto para quinientos o seiscientos millones de hombres sería mucho mejor y más barato que el Ford. Todas las gracias peculiares de la técnica americana son, casi seguramente, efectos y no causas de la amplitud y homogeneidad de su mercado. La «racionalización» de la industria es consecuencia automática de su tamaño.

                          La situación auténtica de Europa vendría, por lo tanto, a ser esta: su magnífico y largo pasado la hace llegar a un nuevo estadio de vida donde todo ha crecido; pero a la vez las estructuras supervivientes de ese pasado son enanas e impiden la actual expansión. Europa se ha hecho en forma de pequeñas naciones. En cierto modo, la idea y el sentimiento nacionales han sido su invención más característica. Y ahora se ve obligada a superarse a sí misma. Este es el esquema del drama enorme que va a representarse en los años venideros. ¿Sabrá libertarse de supervivencias, o quedará prisionera para siempre de ellas? Porque ya ha acaecido una vez en la historia que una gran civilización murió por no poder sustituir su idea tradicional de Estado...